Resumen
El mismo paisaje que nos abruma y ante el cual nos sentimos indefensos, es a la vez el que nos brinda la ocasión para identificarnos: sobre las peñas desnudas de los acantilados un hombre resulta insignificante y el mar al fondo, como animal muerto, en reposo, consiente su peso. Sin embargo ante el mar revuelto y rompiente la presencia de un hombre se torna desafiante. El mismo mar que nos aísla es a la vez el mar por el que partimos. Y es en ese encuentro constante del hombre con su paisaje donde Elizabeth Bowen muestra su maestría, porque tiene la virtud de circular desde cualquier personaje a su paisaje y de éste al corazón escondido del que la lee: el hombre y sus emociones al servicio de la naturaleza; nada nos puede emocionar si no somos capaces de sentirlo.