Resumen
El título de estas breves páginas y los nombres propios que le siguen darían para una larga conversación o para un libro si quisiéramos atender todas sus relaciones. Mi propósito es mucho más modesto y seguramente resultará insuficiente. Lo que me propongo es plantear (aunque no sea el primero en hacerlo) los términos de un dilema que tal vez carezca de solución y que nos afecta como seres humanos cultivados y vulnerables, que conocen y aprecian el frágil valor que la educación tiene en sus vidas. Por educación quiero decir aquí la capacidad para tener en cuenta lo que otros seres humanos han vivido y nos han transmitido selectivamente: los nombres propios que he citado constituyen una tradición de lo mejor que la naturaleza humana puede ofrecer, y dos de ellos, Cervantes y Shakespeare, no son más importantes que los seres imaginarios que los acompañan. Pero también quiero decir con educación cómo esa transmisión selectiva o tradicional, real o imaginaria, nos ha enseñado a vivir nuestra vida —nos ha dado más vida, por decirlo con Falstaff o Shakespeare— de manera que no sea una mera repetición de ninguna otra vida anterior y aspire a hacer de ella algo irrepetible que, por paradójico que parezca, puede ser casi intransferible: algo de cuanto aprendemos de los demás —de Cervantes y de Shakespeare (o de don Quijote y Sancho Panza, de Rosalind, Falstaff, Hamlet, Edgar o Próspero), de Emerson y de Max Weber— tiende a ocultarse en nosotros para siempre y nos proporciona la clave secreta de nuestra identidad.