Resumen
Anacrónicamente, y tomando prestado algún término de Blanchot, muy pero que muy amigo de aquellos lejanos presocráticos, podríamos traducir el “¡también aquí hay dioses!” heracliteano del modo siguiente: “¡No os confundáis forasteros!, aunque esté dentro de mi choza, en el chez-soi, al abrigo del frío, ¡no soy un burgués de mierda! ¡Hay afuera por todas partes, hasta aquí dentro!”. Así que, según esta arriesgada interpretación, en lo más cotidiano y conocido de la casa y del yo, siempre hay algo obscuro y turbador: una intemperie, un desequilibrio, un foso o un pozo irreconocible que no se puede prever ni clausurar y que siempre nos atrae engulléndonos. Alguien de pasado dudoso escribió que el lenguaje era la mansión del ser. Blanchot, que también arrastraba una historia que terminaría dándole caza, concibió ese hábitat lingüístico plagado de recovecos y pozos, como un escrito que no se deja decir ni traducir unívocamente, y que por ello da lugar a mil versiones a su vez plurales.